El viajar es un ceder

La escena es casi siempre la misma. Diez y veinte de la mañana. Parada en Apolinario esperando al 24 que me depositará en la avenida más gatera de esta capital. Corrientes. Me bajo pasando Medrano. Pero las diezyveinte es una hora conchuda: no es temprano ni es tarde. Es decir, no es hora pico. pico. pico… Entonces, me cago. Yo y todos los que buscan llegar a horario a esa hora tibia. Sigo parada frente al colegio del Estado que sigue sin gas y ahí lo veo venir al 24 tan blanco y tan impuntual. Lo paro. Siempre llega casi vacío. Lo miro, lo veo llegar y me doy cuenta, una vez más, que el tipo viene domingueando con absoluta impunidad. El bondi viene a paso de tortuga no ninja. Jugando al pan y queso. Ese andar de domingo por la tarde con garrapiñada y globo me llena las pelotas que no tengo. Y eso pasa porque los colectiveros tienen que hacer tiempo. El suyo porque el del usuario importa casi nada.

Me pasa casi a diario. A veces me peleo con algún chofer. No es justo, le digo. Tomate otro, me dice. Me lleno de ganas de escupirle su transporte, pero me detengo. Me enyoguizo y pienso en Sri Sri Palau. Calmate nena que viene el bobero y te lleva de una.

Igual tiro la pregunta a la marchanta.

Para los colectiveros hacedores de su propio tiempo: ¿por qué no ponen un cartelito que diga «móvil domingueando» así uno elige si subirse o no a la máquina del destiempo?

La tiré.

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